Dulce introducción al caos

En medio de ese gran nido de plumas y grava, de disfraces, danzas y cacareos eufóricos, dos bocas hambrientas se lamían por los pasillos, chocando contra columnas, paredes, puertas y personas.

Salen. En busca de algo más de oxígeno y de cielo, de evasión del mundo y puede que algo de sí mismos.

Se dejan caer y hacer. Párpados cerrados. Se tocan. Componen algo que se mezcla con el ruido, cada vez más lejano, de lo que sea que suena ahí dentro. Hace tiempo que dejó de importarles. Se enreda. Todo se detiene un rato. Pero los demonios van y vienen, afilados, sin previo aviso y, como de una bofetada, los ojos se le abren de par en par. Oscuros. Turbios y translúcidos, como muros de cristal casi negro, protegiendo una batalla interna.
La mandíbula tensa retenía todo lo que llevaba siglos acumulando y que ya no podía vomitar porque hacía tiempo que había olvidado. (Eso, y otras muchas cosas) "En qué piensas", le pregunta (aún con los dedos en su occipital) mientras le observa atentamente, como si el océano tuviera un tapón y ella lo andara buscando. Como intentando tirar del hilito que sobresale de una gran bovina de nudos imposibles. Él la mira y sonríe, por lo absurdo de la pregunta. Le gustaba el riesgo Y volar y desaparecer y temblar Hasta que vuelven los demonios y le besan la mejilla Les cubren de pinchos y de hielo
Se suben al tren Y regresan a casa

Desde entonces,

ella no piensa en otra cosa que en aprender a leerle. Aunque sea en braille
en latín
Aunque realmente le asusten esos muros Y a riesgo de desangrarse en el intento.

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