Mi droga se llama intensidad

- Venga, túmbate...
- Oye, a mí no me mandes a dormir. Estoy cansada de q-
- ¡Ey, calla! Túmbate. Sólo quiero ver una cosa.

Silencio. Ella le mira con los ojos como platos. Perpleja, claro. Igual que se mira a un loco impredecible.

- ¿Qué estará maquinando esa cabecita? ¿Nos fiamos de él? Le has traído tú.

Y sin retirar la mirada, clavada en esos ojos llenos de mundos suaves y afilados, se va acostando lentamente boca arriba en el borde de la cama, hasta quedar frente a él, que permanecía aún de cuclillas en el suelo.

Shakespeare le pone una mano en el vientre, sin pensarlo. Empieza a deslizarla hacia el extremo inferior de la camiseta, que le levanta despacio hasta casi la clavícula.

Y la observa. La analiza. La recorre con sus cinco sentidos. Suspira.

- Quiero verte. - Como quien le pide a un libro que se deje abrir.

Y empieza a quitarle la ropa.

- Pero-
- Todo.

Y ella sin entender nada, muerta de curiosidad pero sobre todo de miedo, se vuelve sumisa por una vez en su vida y, sin abrir la boca, se deja hacer. Con todos los muros de su torre temblando.

La lee, con tacto y vista, como si cada poro de su piel fuese una letra en braile, notas de partitura. La mira no como suele mirarse un cuerpo desnudo, sino como a un cuadro que ves por primera vez y te atrapa. Arte.

Y a veces también como un cervatillo perdido y asustado.

No está acostumbrada a que la miren así y Shakespeare suspira de nuevo.

- ¿Qué?
- No sé... Eres bonita.

Y se abrieron las puerta del muro. Y entraron todas las brisas y huracanes que les apeteció regalarse hasta que en la puerta de Shakespeare sonó un portazo. Haciendo eco en todos los pasillos. Dejando tras él, nada. Un teatro vacío.

Pero fue intensidad pura, sin cortar. Y al fin y al cabo, de eso se ha alimentado siempre.

Y luego lo transforma en letras.

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