¿Hoy lo recuerdas? Ese saco indeciso, impaciente, inseguro, pero lleno de ideas. Aquel que con los brazos casi
podrías haber rodeado tres veces, pero que pesaba más que todo el
cemento barato que cubre tu pecho. Ese saco pequeño, pesado, de un
cuero casi translúcido. Incapaz de caminar por sí solo. Suave y áspero hasta hacerte sangrar. El que
habría dejado todo por una caricia tuya y que luego habría dejado
todas tus caricias por cualquier otra cosa. Aquel que te cansaste de
llevar a las espaldas y dejaste aparcado en un desván prometiendo volver por él.
Aquel que siempre se vio como un saco medio vacío y, por llenarse de
algo, empezó a hacerse agujeros. Uno tras otro. Y cuantos más
agujeros, menos de todo. Y cuanto menos de todo, más flaco y viejo.
Y cuanto más flaco y viejo, más música escuchaba, más escribía,
más metáforas absurdas y, ¿llorar? ¿Qué es eso? Los sacos no
lloran cuando los escuchas. Están llenos de agujeros, fóllatelo, si
quieres. ¿Quién no iba a querer follarse a un saco?
Y de vez en cuando te preguntas “qué
habrá sido de él”. Pues bien, ese saco aguarda, deshilachado y
en silencio. Aguarda. En el rincón más oscuro del recuerdo.
Aguarda. Lleno de polvo y agujeros, de risa tonta. Ni siquiera se parece a un saco,
pero aguarda. A veces soñando con abortos, con jabón para los ojos,
con bombones de chocolate.
Él simplemente aguarda, con esos
enormes agujeros de plomo que, cuantos más hay, más pesan. Y qué
agujeros tan duros. Pero no aguarda a que vuelvas por él. Ni
siquiera a que recuerdes su verdadero nombre. Sólo espera algo. Nada
concreto. Ya que hace tiempo que, en general, nada.
Absolutamente nada.
Y eso es precisamente lo que le
convierte en saco.