Infravaloración ajena


Siéntate. Te hablo sólo para contarte que para mí, la vida y el paso del tiempo, son como golpes sin descanso en la espinilla con una vara de madera.
Y me parece cojonudo.
Así que haz el favor de quitarme esa cara de pena. Porque sonrío, porque sigo muy viva. Más que mucha gente.
Que sí, que de verdad, que estoy bien.
Que tendré el tórax lleno de hormigón y colillas, pero lo que late dentro es un puto fénix precioso. Que me apalizarás y me estremeceré, pero después podrás oír mis carcajadas mientras toso y escupo sangre. Que me apartaré el pelo de la cara y clavándote bien hondo los ojos, te ofreceré el otro lado de la mandíbula sonriendo y sin decirte nada más que GRACIAS, hijo de puta.
Que no pasa nada. Que luego la sangre se quita en la lavadora. Como la tierra, como la ceniza. Como el vino, como el semen.
Que la vida es un diez por ciento lo que te pasa y un noventa por ciento el cómo te lo tomas.
Así que permíteme que me ría de todo esto.
Que sí, que a veces estas puertas se transforman en muros. Y los muros, en cuchillas. Que me cuesta bastante creer en el mundo porque a penas confío en las personas y claro que escuece, pero no tiene por qué ser malo.
Que todo esto funciona así. A veces blanco y a veces negro. Una de cal y otra de arena.
Y te lo digo ti. Que me infravaloraste. Que alguna vez creíste que algo podría conmigo.
Hasta una patada en la boca tiene su moraleja.
Y déjalo ya. Que no. Que no voy a quebrarme. Que ya no me noto la espinilla.
Que me forjé ayer.
Como casi cada día de mi vida.
Que sólo hay una persona a la que tema en este mundo.
Se alimenta de intensidad. A bocanadas. Y está al otro lado del espejo.

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