Escuece


Claro que podréis, pequeños. Yo pude. Vosotros también.

Pero todos esos niños danzantes, que reían y jugaban entre los escombros de lo muros derrumbados de mi torre, ya no podían oírme. Pararon en seco. Un silencio crudo y húmedo como mis vísceras se adueñó de todos ellos y, cuando les miré, pude ver cómo se iban tornando grises. Ya no oía sus carcajadas. No bailaban.

Y les miraba. Y a veces me sonreían. Pero sus ojos, sus labios y sus dientes eran ya grises, como una tonelada de roca viva. Como siete días nublados.
Les tendía la mano pero a penas podían levantar la vista. Miraban mis dedos como quien ve un fantasma. Miré mis manos. Las puntas de mis dedos eran grises también. Como todos ellos. Pero me puse en pie y comencé a colocar ladrillos de nuevo. Rápidamente. Uno tras otro, quedando yo atrapada dentro. Todos y cada uno de ellos extirpados de mi pecho.

Ladrillo, cemento, ladrillo, cemento, ladrillo.

A penas se me veía ya la nariz pero aún podía observarles.
Grises, cada vez más grises.
Balbuceaban palabras que nadie entendía. Vomitaban ceniza sin parar, creando desiertos grises, como ellos.
Y yo también era ya casi gris, pero tras mi torre. Donde nadie podía verme.

Haciéndome promesas estúpidas de que ningún otro espejismo volvería a tumbar mis muros.
Prometiéndome no más noches y amaneceres tan llenos de humo y placebo, rodeada de sombras enmascaradas que te entregan corazones grises. Como ellos. Como yo.

Observando desde lo más alto y lo más duro los restos ya casi sepultados de todos los colores que antes brotaban de cada uno de ellos a borbotones. De mis niños. Toda la magia, la melodía, la calidez de los abrazos, los dolores de tripa provocados por carcajadas y esos ojos brillantes seguidos de palabras que te hacían temblar. Había montañas de todo aquello. Totalmente cubiertas de gusanos y desprendiendo un hedor insoportable a descomposición. A podrido.

Y yo sin darme cuenta cada vez estaba más adentro. Menos oxígeno. Menos luz. Menos yo. Más gris.

Cerrando los ojos con fuerza y proyectando una y otra vez aquel espejismo, que no fue otra cosa que una sacudida a la realidad para recordarme que no. Que no puedo. Que nadie puede.
¿Quién coño me creía que era?
Ellos estaban allí para recordármelo. Mis niños. Mis niños grises.
Y yo seguiría reforzando muros hasta el último milímetro. De la torre. De mi pecho.
De mi vida.

Que no paraba de arderme.

0 Caricias (o arañazos):